Aburrida, esperando clientes en su puesto de artesanía huichol frente al Museo Nacional de Antropología, esta mujer de dicha etnia ve pasar a la gente. Heterogéneos tanto en color de piel y cabello como en ideas y procedencias, sus potenciales clientes pasan de largo sin prestar mayor atención; será que, entre tantos puestos de tortas, hot dogs, dulces y cámaras desechables, uno pasa por alto un puesto que contiene belleza- artesanal y humana- nacida al norte del país. Entre los coloridos diseños de las máscaras y las nierikas, la mujer piensa tal vez en la suerte que ese día podría depararle; buenas ventas sin duda. Yo pienso en lo que el destino debería depararle; respeto y admiración por parte de un país que siempre las ha visto apenas como poco más que parte del folklore nacional, y eso cuando están ataviadas con sus trajes típicos, porque cuando no es así se las ve apenas como las sirvientas que limpian nuestra casa o la de alguien conocido o las mujeres que se nos acercan a pedirnos una limosna hablando en español o en alguna lengua indígena sin temor a que no comprendamos, porque los ojos de quien tiene hambre y la mano extendida para recibir caridad son parte del lenguaje universal. Sentada en su puesto, hastiada, esperando que algún cliente se acerque con la intención de algo más que admirar las piezas y por amabilidad preguntar el precio de algo que no tiene intención de comprar, la mujer espera. Yo no tuve la intención de acercarme a ella y pedirle que comentara algo para este espacio, en parte porque temía que fuera del tipo de mujer indígena que impide ser tomada en foto o video por temor a perder su alma (aunque debo aclarar que en otra ocasión la vi ahi mismo, junto a su puesto, hablando por teléfono celular, de modo que tal vez ésta conoce y no teme a la tecnología) o por que fuera a demostrar un enojo muy natural y justificable de alguien a quien un turista (que yo no lo era en ese momento, pero no hay gran diferencia) se acerca no tanto para comprar como para tomarle fotos a esa criatura extraña de colores llamativos y que habla la lengua en que sus antepasados arrullaban a sus hijos, porque no puede verla más que como una curiosidad, como los australianos que en alguna época consideraron- oficialmente- a sus aborígenes como parte de la flora y la fauna de ese país. Esta mujer tuvo la dicha y la desgracia de nacer en un país colorido y rico que oficialmente alaba y valora a sus indígenas mientras por debajo de la mesa los denigra y los sigue viendo, si no como flora y fauna, apenas como parte del decorado nacional.
Ella espera que alguien venga y compre.
Con suerte, ese alguien verá en ella una persona, y no material para una tarjeta postal.
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